Tengo miedo. Sé que vivimos una época de cambios acelerados, imposibles de prever hace 30 ó 40 años. Dicen los que saben que en los últimos 50 años se han producido más transformaciones que en los anteriores tres siglos.
Siempre me había considerado privilegiada por vivir en este escenario variable, admirada y gozosa usuaria de muchos de estos cambios. Pero algunos han encogido mi corazón de miedo últimamente, porque arrasan con la cultura de vida que postulo, en el país en que nací, en la sociedad dentro de la que interactúo.
Son cambios intangibles, pero feroces, en actitudes y conductas; la indiferencia, la abulia, el individualismo exacerbado que llega a la maldad pura, revelan la existencia de un yermo axiológico en que se pudren raíces tradicionales generosas y se marchitan esenciales principios humanistas.
Estoy aterrada por los linchamientos recientes. Me sacude esta evidencia de crueldad que incluso en uno de los casos remató en la reiterada vesania de quemar los cadáveres, apaleados, baleados, en un paroxismo de furia.
La delincuencia ha crecido, también se ha complicado, en el país, de una manera rápida, violenta, retorcida. Nos asalta en cualquier lugar, no hay “barrios seguros”, penetra en nuestras casas, desvela a las madres en espera que el hijo sufra su embestida en la esquina.
Eso es cierto. Pero hay otras certidumbres más altas, un viejo mandamiento entre los diez sagrados, “no matarás”, que se une al nuevo que nos dejó Jesús de “amarás a tu prójimo”.
Nos proclamamos en templos, procesiones, “ultreyas” como nación cristiana, asistimos a cultos o a la misa católica, los políticos y la sociedad civil hablamos de cuando en cuando de ética. ¿Por cuál vía tortuosa nos llega entonces para ahogar sentimientos altruistas, el respeto al Dios vivo, esta reacción brutal, también inútil, de matar a quien delinque, y justificarlo?
Mi susto de cristiana se anuda con mi temor como política y ciudadana. Confusa, indefensa, preocupada. Es evidente que esta forma insensata de ripostar frente a la delincuencia se genera no solo por la quiebra de valores, sino por la honda, desesperanzada desconfianza en las instituciones encargadas de protegernos de los delincuentes, y/o de sancionarlos: la policía, y la justicia.
Imagino que si fuera reportera, y entrevistara a alguno de los trogloditas linchadores, escucharía alguna explicación que confirmara mi miedo: asesinó porque en la policía hay complicidades, a veces hasta actores activos de crímenes; mató porque el Código Penal es “flojo” frente a los victimarios.
Estos razonamientos pérfidos funcionan en dos vertientes, porque quienes los hacen piensan que ellos mismos saldrían beneficiados con la supuesta lenidad que el Código conceda al criminal y al crimen.
Tomando como otras veces el rábano por las hojas, se decide ahora reformar el Código, “endurecerlo”. Mi miedo continúa. ¿Es ese el remedio pertinente para frenar la delincuencia, fruto maldito de causas muy profundas? Recuerdo que en varios estados norteamericanos la pena de muerte está legalizada, es allá donde precisamente se multiplican y se exportan más criminales y crímenes.
Recordemos también que la violencia intrafamiliar, incluyendo el feminicidio, ha aumentado en vez de disminuir en la República Dominicana, a pesar de que nuestra lucha de mujeres logró aprobar preceptos legales que equipararon violencia de género, sofistamente clasificada antes dentro del ámbito privado, a un delito público.
Las leyes no se respetan, no se aplican no se acatan, en esta nación desinstitucionalizada hasta los tuétanos.
Prueba de ello es la reciente creación de una Comisión para evaluar y mejorar la calidad de nuestro sistema educativo, en vez de aplicar, mas directa la acción y mucho mas responsable, los artículos 60, 61 y 62 de la Ley 66-97 de Educación. Si el Presidente de la República no apuesta por la ley, y crea a cada paso Comisiones para inventar el hilo en bollito, ¡cómo puede creerse que cambios en el Código frenen la delincuencia!
Busquemos por otro lado. Persistamos en los cambios, pero orientémoslos en distinta dirección. Nos lo requieren hace tiempo los expertos internacionales, lo repite Participación Ciudadana, el Centro Juan Montalvo, el Centro Bonó, Poveda; lo enfrentan con solidaria y solitaria entereza programas como Muchachos y Muchachas con Don Bosco. Hay que mirar la cara de la causa eficiente: la pobreza, desafiarla en sus cuevas, en sus nichos, invertir en educación, en salud, en deporte, secar cañadas, llevar agua y luz a los barrios marginados, crear fuentes de trabajo que no sean botellas.
La mayoría de los delincuentes no nace, se hace. Mi miedo es porque en ese hacer participamos tantos, en una u otra forma, codiciando, robando, o engolfándonos como muchas veces sucede en los partidos, convertidos en autistas sociales.
Lloro En Plural mi miedo este sábado. Quizás al compartirlo se trueque en mí y en mis lectores en la valentía que necesitamos para cambiar, no las leyes, ni siquiera la Constitución que distrae, sino la realidad de la miseria que pare delincuentes y venganzas absurdas en República Dominicana.